El último domingo que pudimos ir a la iglesia, llegué tarde. Nunca pensé estar en una situación como la que estamos viviendo. El recuerdo de ese último domingo me duele. Me duele, porque ahora domingo a domingo nos conectamos a escuchar una versión reducida de la experiencia dominical. Dije de la experiencia dominical, no de la Iglesia como tal. Tampoco, se reduce el impacto de la palabra de Dios y la adoración, pero sí la experiencia de comunidad, de involucramiento al servir a los hermanos con café o poniendo sillas.
He ido a la iglesia por mas de 38 años, y ha sido duro este tiempo de COVID 19. Algo que, junto a muchos, puedo decir con total confianza: Su iglesia seguirá no importando las circunstancias. No por nosotros, sino porque la obra de Jesucristo es suficiente para sostenerla.
Es difícil lo digital. No es natural. Lo natural es vernos, platicar, adorar a toda voz sin importar nada. Juntos en un edificio, casa, hotel, cueva o catacumba. Perseguidos o no, durante siglos la iglesia ha sobrevivido junta, sangrando uno a la par del otro. Eso no se da a través del Facebook. El oír el mensaje en mi sala desayunando es interesante. La palabra me traspasa con el filo intacto, su Espíritu hace la obra y termino orando al Dios omnipotente por misericordia una vez más. Pero hace falta un ingrediente.
Yo sé que la iglesia no es el culto dominical. Entiendo que hay mucho más que ir y sentarnos domingo tras domingo. Mucho más. Existe una familia orgánica, unida por la fe, adoptados todos, identificados todos, comprados con sangre, pecadores salvados por gracia, perdidos hechos justos por la cruz de Cristo. Esa familia, como mi familia de sangre, se reúne todos los domingos para celebrar. Extraño ver a mi familia.
Extraño servir a mi familia los domingos. Si no has pasado la escoba en el piso del salón a las 7am un domingo, te lo recomiendo. Extraño tocar la batería y perderme cantando mientras el líder de alabanza desafina. En verdad lo extraño, y aunque hay miles de formas de servir a la comunidad, hay algo especial que se da el domingo, al levantarse temprano y llegar antes que todos a servirles. Muchos jamás sabrán todo lo que se da para que lleguen luego, cuando todo está listo.
Extraño cantar corporativamente. Crecí yendo a la iglesia a cantar. Desde que tenía 7 años, ya creía que ese tiempo era algo importante. ¡Era cantar a Dios! Memorizaba atentamente los versos, los sonidos, el volumen de la congregación. Espero con ansias ese domingo que regresemos, pues temblará la tierra. El pueblo de Dios se unirá en adoración corporativa al único Rey, cantando aun más fuerte que antes. Porque la pandemia no es rey. El miedo no es rey y, la cura a este mal no es rey. Son peones usados para hacer de nosotros un cada vez más excelente peso de gloria. Oh! espero por ese día… pero mientras tanto adoremos en casa, con nuestra familia, entregados en sacrificio vivo al Rey.
Extraño escuchar las prédicas en vivo, y que el eco del salón me recuerde los versículos tres veces. Me imaginaría estar sentado allí, y escuchar un mensaje algo similar a esto: ¡Iglesia! no seamos como los discípulos en la barca con miedo. Recordemos que él va en la barca y es el mismo que calma la tempestad. Que despertemos a un avivamiento, no de fama, sino de trabajo entre los escombros. Que crezcamos en amor por los no amados, los abandonados, los abusados, los abusadores, mostrando esa gracia irresistible que nos enamoró hace años. Que el trabajo sea de polilla y no de leñador. Que la estrategia sea alumbrar y no deslumbrar. La verdad como manta para cubrir al enfermo, trayendo esperanza aun en medio de la muerte.
El viento se calmó, y todo quedó completamente tranquilo. Después dijo Jesús a los discípulos:
Marcos 4:35-41
—¿Por qué están asustados? ¿Todavía no tienen fe?
Extraño saludar a mis hermanos y darnos un abrazo. Extraño ver a los ancianos – pastores – orar por las personas a medio intermedio sin importar la bulla. Extraño las señoras que alegan por el aire acondicionado o por el volumen de la batería. Extraño a los niños corriendo con las manualidades de la escuela dominical. Extraño inclusive a los que miran el celular durante la alabanza. Esa familia es la que extraño ver y oraré todos estos días para que, cuando todo esto pase, nos volvamos a ver (en físico), jubilosos y eternos, amados por aquel que nos amó primero.